Por Cristian Ariel Mangini
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El cierre de la competencia internacional de alguna manera anuncia el final del festival. Es imposible no sentir un poco de melancolía por el frenesí del paso de los días, con la posibilidad de ver un cine siempre variado, sobre todo si el espectador sabe abrirse y dar la oportunidad a nuevos formatos, nuevas narraciones, nuevas culturas y, en definitiva, nuevas formas de contar el mundo. Respecto de esto me parece valioso destacar que en la grilla hubo de todo: desde el cine con formulas más legitimadas por nombre o nacionalidad –pensemos Rumania e Irán, por decir dos ejemplos- hasta la clase mainstream o comercial o “pochoclero”, como dicen peyorativamente quienes aún piensan el cine desde una perspectiva elitista. Pero la cuestión es que se cerró el festival con dos títulos bien dispares en la apreciación que se pueda tener de cada uno.
El primero fue White White World, de Oleg Novkovic. Definitivamente esta es junto a Chassis la película más floja de la competencia internacional. Más allá de algunas curiosas secuencias musicales o alguna resolución dramática en un diálogo donde se mantiene una tensión constante, este film esta lleno de baches que llevan a una comedia involuntaria. Hay un porque para esto. El film pretende ser el fresco social de un pueblo, pero se queda en personajes por los cuales es prácticamente imposible sentir empatía y luego suma una tragedia tras otra de tal forma que creeríamos que Edipo era un tipo con suerte. King (Uliks Fehmiu) no solo es un personaje desagradable sino que, además, sobre el desenlace sufre “una serie de eventos desafortunados” que pretenden que sintamos algo por el personaje. Imposible. En el medio el guión apela a la incomunicación entre los personajes para dar lugar a que se disparen hechos cada vez más extraños a la trama, rompiendo todo verosímil. La cuestión es que empieza como ese retrato social que se pretende, con algunos momentos musicales jugados, y termina como un incoherente delirio trágico. Otro detalle es que hay momentos que están mal resueltos desde el aspecto técnico: el uso del zoom es desprolijo, la cámara en mano resulta inestable y algunos cortes en el montaje resultan toscos. Zafan la cuestión la música regional y las secuencias musicales a pesar de lo disruptivas que puedan resultar algunas, además de las actuaciones de Jasna Djuricic y Hana Selimovic, que hacen lo que pueden por darle matices a auténticas caricaturas. Termina con un plano que pretende rescatar el contexto social del pozo, pero el pozo ya es demasiado profundo para ese entonces y el film se hace demasiado largo para lo que en definitiva cuenta. Una rareza que se ve mejor fragmentada.
Luego, casi sin tiempo, con una película tras otra debido a que tuve que aprovechar las segundas funciones de proyección de las películas del certamen, fue el turno de ver Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner, una película bastante particular desde su planteo. Es decir, es un “western locro”, como lo define la sinopsis de la grilla. Hay marcas de un film de época y alguna que otra política, pero el film se maneja con los tópicos del western y el western spaghetti, centrándose en la acción y los personajes antes que en la construcción de un contexto (donde se adivina la sutileza que define la violencia interna de nuestro país durante el siglo XIX). Si vieron un western alguna vez, o algunos de los géneros que finalmente influencio, saben que uno de los tópicos centrales es la venganza. Y en el film de Spiner esa venganza aparece consumada en el personaje de Julián (Nazareno Casero), que ve como su padre es degollado por el personaje de Aballay (Pablo Cedrón) luego de un atraco a su caravana. Elipsis y vemos como las cosas cambiaron tras varios años, y como ahora nuestro protagonista esta dispuesto a, por supuesto, cargarse cada uno de los asesinos de su padre. El film tiene una riqueza visual y un trabajo de sonido que hace honor al géneroque se esta realizando, con espectaculares planos panorámicos que demuestran porque un western sumergido en la historia de nuestro país no es una locura y el uso del leitmotiv como un hilo narrativo que encadena la trama (La marcha de San Lorenzo -1901- un detalle temporal que es adrede). Las actuaciones son notables, con un elenco donde desde el protagónico hasta los secundarios tienen su momento de brillo. El problema quizá se encuentre en alguna resolución anticlimática y secuencias de acción no tan fluidas, que hacen que el desenlace no sea tan enérgico y vertiginoso como se venía anunciando desde el desarrollo. En todo caso, una película entretenida que debería ser tenida en cuenta por su planteo, desde el cual se resignifica el cine gauchesco (de Nobleza Gaucha o Juan Moreira, por ejemplo) con otra perspectiva.
¿Y como terminar el día?, pues, ¿que mejor que con una película híper depresiva a las doce de la noche? En verdad, uno sabía que era un bajon, pero no tanto. Señores, cuando cierren un día de festival sugiero que no elijan una película depresiva porque si les “pega” llegan a su casa, se acuestan y, si les llegó su mensaje o sus personajes, se quedan pensando sin poder dormir. Y uno tiene que seguir escribiendo porque aunque queda muy poco para su cierre, el festival continúa. Entonces, la cuestión pasa por Never let me go, de Mark Romanek, película que ya fue cubierta por Julieta Paladino y se encuentra en nuestra sección de mini críticas.
Never let me go es una distopía cuya oscuridad no esta en un gobierno opresivo, suburbios cibernéticos donde el hombre apenas existe o realidades alternativas que se van del control. Se basa en la posibilidad de que el hombre haya aceptado la posibilidad de clonar seres humanos para poder obtener sus órganos luego. En función de ello se crearon “granjas” donde un grupo de chicos crece hasta alcanzar la madurez necesaria para donar sus órganos. La cuestión bioética sobrevuela el relato, pero esta enmarcado por una historia de amor sobre la aceptación del destino como algo inevitable que nuestros protagonistas deben aceptar. No hay posibilidad de subversión, o a Romanek (o, mas bien, a Kazuo Ishiguro) no le interesa plantear esto en el relato, porque entendemos que esa educación que recibieron en los años de infancia les prepara para ser donantes. Hay en cierto sentido un determinismo, pero no es algo impuesto groseramente porque el contexto de la película lleva una línea dramática a la cual los personajes se amoldan perfectamente. No es que no quieran escapar a esa realidad, sino que buscan hacerlo a través de los medios que aprendieron a aceptar institucionalmente. No es La isla, de Michael Bay, aquí hay desarrollo psicológico. Por elevación la película habla de los condicionamientos sociales que recibe el individuo para acotarse a determinadas reglas, pero también de cómo nuestras vidas, nuestros plazos, nuestras etapas son una construcción psicológica antes que meramente biológica. Su frialdad y algunos diálogos pueden extenderse un poco, tornando densos algunos pasajes, pero es una película que visualmente (esas imágenes, tan bellas como fraccionadas a lo largo del film son, después de todo, el valor de la memoria, un prado, un barco encallado o una mansión) se aferra a un ritmo coherente con el drama que cuenta.
Bueno, y llego el día final y hay que especular con ganadores para que el lector pueda después decirme “Ey, te equivocaste, sos un pésimo crítico de cine” o “que bien, le pegaste, vos si que sabes” o “te importan los premios porque sos conformista”. Bueno, la cuestión es que uno ya puede apostar. Veamos:
Astor de Oro a la Mejor Película: L’Illusionista o Essential Killing
Astor de Plata al Mejor Director: Jerzy Skolimowski
Astor de Plata al Mejor Guión: Tuesday after Christmas o De caravana
Astor de Plata al Mejor Actor: Vincent Gallo (Essential Killing)
Astor de Plata a la Mejor Actriz: María Popistasu (Tuesday alter Christmas)