Por Virginia Ceratto
El mal menor: un estreno que recupera el estilo que definió a la Compañía Los del Verso: las tragedias griegas en verso y contrapunto tragicómico. Y de movida los méritos: hacer teatro en verso, harto difícil en todos los tiempos, y más en estos, conocer acabadamente las tragedias y los mitos (y he dicho acabadamente, no por las versiones de Jolivú, que, dicho sea de paso, se recuperan como en clave de parodia), y lo que es más raro aún, graduar la emoción que roza el llanto con la carcajada abierta.
Y en esto Moro se ha superado a sí mismo. El mal menor toma la tragedia de Ifigenia (a partir de Eurípides y de los mitos griegos), la hija de Agamenón que debe ser sacrificada por su padre a pedido de una diosa para que los vientos sean propicios en el viaje a Troya (para recuperar supuestamente a Helena, etcétera, etcétera). Escribo: Moro se ha superado a sí mismo, porque no sólo su obra pasa por todos los estados que debe atravesar el héroe de la tragedia clásica: la hamartía (el error inicial… Agamenón ha matado a una cierva sagrada), las peripecias (distintas alternativas que se presentan a los personajes), la anagnórisis (el reconocimiento del destino que se debe asumir… Agamenón sabe que no tiene salida, Ifigenia asume su sacrificio, Clitemnestra se resigna a lo que considera un crímen) y la catarsis final del espectador… sino, y esto va unido a la catarsis, ya no dosifica en contrapunto el humor con la emoción trágica, sino que esta vez lo da en simultáneo… y mientras el espectador ríe frente a los apartes, acotaciones, tonos y poses de algunos personajes, está al borde del llanto con la hondura de la tragedia que acontece en otros. Y al final, mientras la escena se detiene y esa bellísima canción griega que bien puede ser una letanía fúnebre es interpretada por los personajes, es imposible no conmoverse hasta los huesos.
A su altura, María Rosa Frega es la sierva que borda la historia porque sabe todo, es el pueblo conectado a los dioses pero sujeto a la voluntad de los amos, y sus acotaciones cómicas son tan memorables como la hondura y la ternura puesta de manifiesto al consolar, queda, muda, encerrada en un dolor cómplice e intransferible, a Clitemnestra. Impecable. Mariano Mazzei fabuloso en su griego y sobre todo en un Aquiles que parodia seguramente a Pitt en la imagen, se regodea en la homosexualidad aquea y salta de ese registro al del súper hombre viril y decidido a salvar a su “prometida”. Y “dice” en verso con la soltura de un bardo clásico o de un juglar medieval. Este actor campea la tragedia (Quien lo probó lo sabe) y la comedia (Azucena en cautiverio) y siempre resulta vencedor en esas lides. José Minuchín compone a un Agamenón atormentado y a la vez entero, inmejorable.
Merceditas Elordi, incorporada a la Compañía hace un año (Porque soy psicóloga) consigue que la indignación y el corazón le pasen por el cuerpo y el gesto y pasa de una a otro de manera admirable, ella es la mujer que no vacila en considerar a su marido un boludo y en amenazarlo como cualquier matrona y al tiempo se quiebra, literalmente, cuando asume el horror íntimo de una madre rota por el espanto.
Nuevita, nuevita, la joven Ifigenia, Limay Berra Larrosa, es una hija amantísima, una princesa, y asume su destino trágico con emoción y, hábilmente, sin estridencias.
Conmueve. Para decirlo sin adornos: una joya.