Demoró más de una década, pero por fin se animó (o lo animaron). Y habló en público. Y lo hizo frente a 40 mil militantes camporistas, según las estadísticas oficiales. Y dijo una sarta de sandeces que, en virtud de su repercusión y su importancia en términos políticos, es importante analizar.
Lo primero que debe ser dicho es que la dilación de la emergencia política de Máximo Kirchner no obedeció a una estrategia consistente en rodear de un halo de misterio al hijo de la pareja presidencial; al contrario, rodear de un halo de misterio a Máximo fue la estratagema utilizada para ocultar una realidad difícil de sobrellevar: ésta es, que a Máximo jamás le interesó la política como a sus padres y que, para peor, se trata de un muchacho intelectualmente muy limitado que no podía ser expuesto públicamente sin afrontar un elevado riesgo al ridículo.
Es bien sabido que, muy lejos de la política, la pasión de Máximo siempre ha sido el fútbol. De hecho, el hijo presidencial decidió ingresar en la carrera de periodismo deportivo tras su fracaso como estudiante de Derecho, carrera elegida por sus padres que, esperanzados de que siguiera sus pasos, lo inscribieron en la misma institución por donde ellos pasaron: la Universidad de La Plata. Pero la vocación de periodista deportivo del opaco principito también quedó en la nada rápidamente, y sus padres comprendieron que los libros no eran lo suyo, encomendándole, entonces, la administración de las –cada vez más abundantes? propiedades familiares.
Durante la gobernación de Néstor en el sur, jamás se le conoció a Máximo militancia ni liderazgo alguno. Su nombre, en tanto que presunto dirigente político, recién empezó a gravitar en el mundo de la política en 2006, con la creación de La Cámpora: una invención de Néstor Kirchner liderada en los hechos por un puñado de jóvenes por entonces zaparrastrosos pero hoy millonarios, que utilizaron a Máximo Kirchner como líder de cartón, como carta de presentación, como trofeo a exhibir, como “el hijo de”, a los efectos de gozar de trascendencia pública de magnitud.
Pero el rol de líder ficcional de Máximo terminó el 27 de octubre de 2010. Muerto su padre, al primogénito se le cargaba sobre las espaldas una mochila bastante más pesada de lo que podía soportar. No por casualidad, por aquel tiempo empiezan sus intensos cursos de oratoria con Andrea Del Boca y pronto va a ser expuesto, primero a la película sobre Néstor Kirchner (en la que se animó a contar cómo jugaba a los soldaditos con su padre), luego a una brevísima entrevista televisiva tras votar en 2013 (en la que se limitó a decir que estaba “todo bien”) y, finalmente, a ser entrevistado por la escriba del régimen Sandra Russo en su último libro apologético de La Cámpora.
Algo debe entenderse: el proyecto kirchnerista es un proyecto familiar; es una “neo-dinastía” capaz de volver multimillonario (literalmente y sin exageraciones) hasta al jardinero y al chofer de la familia presidencial. Y muerto Néstor, la alternancia conyugal pensada como estrategia política para sortear la alternancia propia del sistema republicano consagrado en nuestra Constitución Nacional, llegaba a su fin. La hora del hijo había llegado.
Así fue como el líder de cartón debió agarrar el micrófono por fin. Los medios oficialistas se encargaron de establecer la esperable comparación: Máximo recordaba mucho a su padre. Era como verlo a Néstor hablar, dijeron los obsecuentes de siempre.
Así las cosas, la invocación a su padre fue una constante en el discurso de Máximo en el estadio de Argentino Juniors. El acto político adquiría tonalidades cuasirreligiosas de por momentos; el hijo tomaba la palabra para cumplir la misión por la que se sacrificó su padre, e incluso llegó a espetar, en tono de sermón pagano, que “hay que tener amor, poner la otra mejilla como decía Néstor” (sic).
A la divinizada imagen del padre, Máximo le añadía el voluntarismo como componente imprescindible de los mitos políticos encarnados en hombres. “Ojalá todos tengan el 1 por ciento de la voluntad que tuvo Néstor. Era inquebrantable”, les decía Máximo a la muchedumbre. Y ensayaba una ficción en la cual Néstor, por sí solo, llegaba a la Presidencia de la Nación con arreglo al mérito resultante de la esperanza y el esfuerzo propio. Pero la idea de un Néstor Kirchner peleando contra las fuerzas del mal con la sola fuerza de una “voluntad inquebrantable” ciertamente contradice la verdad histórica más elemental de toda esta historia: el rol de Eduardo Duhalde y su aparato político que llevó al “voluntarista” de Kirchner al Sillón de Rivadavia quien, posteriormente, colocó a su esposa.
La clave política del discurso de Máximo no es novedosa en el kirchnerismo: “nosotros o el caos”, esa formulita utilizada por Néstor en 2009 cuando preveía una derrota política en las elecciones legislativas, reaparece ahora cuando nos acercamos a lo que ya se ha dado en llamar “el fin de ciclo”. Cristina es “el último dique de contención que hay en la política argentina contra los intereses que hicieron de la Argentina un país invivible”, verbalizaba el hijo de la Presidente. Traducido: “Cristina o el caos”.
Y es que su discurso estuvo atravesado por innumerables referencias a las fuerzas del mal, a los intereses oscuros, a los que conspiran contra el pueblo, a los poderosos que pretenden voltear gobiernos, etc. En definitiva, un típico discurso kirchnerista donde el maniqueísmo se constituye en eje articulador de toda la perorata populista: “nosotros” el pueblo, contra “ellos” el antipueblo. En palabras del jurista nacional-socialista Carl Schmitt: el “amigo-enemigo” definitorio de la política.
“La Argentina no debe ser patrimonio de los violentos” decía el hijo de Cristina, mientras los enardecidos jóvenes de La Cámpora ensayaban cánticos que entremezclaban el ejercicio de la militancia política con el ejercicio militar propiamente dicho: “Somos los soldados del pingüino” coreaba el estadio, emulando el “Somos los soldados de Perón” que solían cantar, a su vez, organizaciones terroristas que en los ‘70 hicieron de la violencia su principal argumento político.
Lo que se dejaba en un principio de manera tácita (si “la Argentina no debe ser patrimonio de los violentos” debe ser entonces patrimonio de los Kirchner, los campeones del amor), se puso hacia el final del discurso de manera expresa: “Si Cristina está tan mal o es tan mala o no sirve, por qué si están tan interesados en terminar con esta experiencia política, si quieren acabar con el kirchnerismo, ¿por qué no la dejan y compiten con Cristina?”, boconeaba Máximo.
Pero, por desgracia para Máximo y La Cámpora, nuestra Constitución Nacional en resguardo del sistema republicano impide la “re-reelección” que peticionaba el hijo de Cristina con arreglo a la citada bravuconada. En efecto, no se trata de decir “dejen competir a Cristina a ver si tienen coraje”, que fue en definitiva lo que quiso decir Máximo; se trata de que la alternancia del poder político es condición necesaria para la democracia moderna, es decir, republicana.
A Máximo Kirchner hoy no le dan las encuestas ni para ser intendente de Río Gallegos, tal como se supo hace algunas semanas cuando se barajó tal posibilidad. Pensar que será el “as” bajo la manga de Cristina para 2015 es fantasear demasiado. El “fin de ciclo” se acerca y la única interrogante que nos deja Máximo tras su trillado discurso es: ¿asumirá a partir de ahora cierto liderazgo real, o bien seguirá siendo la figurita de cartón que siempre fue?
Agustín Laje – La Prensa Popular
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