“El avión se desplazaba despacito por la pista y paraba frente al radar. Entonces los reflectores apuntaban a los puestos de guardia para encandilarnos. Pero poníamos atención y alcanzábamos a ver cómo entre dos oficiales o suboficiales alzaban a personas embolsadas. Otra vez bajaron a mucha gente de un colectivo. Daban pasos cortitos, no podían caminar bien. El avioncito despegaba, a los treinta o cuarenta minutos volvía vacío y entraba otra vez al hangar. El avión tenía la insignia de la Armada.”
Los hechos tuvieron lugar durante el primer año de la última dictadura en la Base Aérea de Mar del Plata. El viejo radar era la sede de La Cueva, el centro clandestino del Grupo de Artillería de Defensa Aérea 601 del Ejército, que comandaba el coronel Alberto Barda, condenado a prisión perpetua hogareña por el Tribunal Oral Federal 5. El relato pertenece a un ex conscripto clase 1957 que el viernes declaró como testigo en el juicio al suboficial retirado Gregorio Rafael Molina –su identidad se reserva a pedido de la Justicia– y confirma que los vuelos de la muerte no sólo partieron de los aeropuertos de Ezeiza, Jorge Newbery y Campo de Mayo.
El método argentino de desaparición de personas, que según Adolfo Scilingo bendijo la jerarquía eclesiástica, aún rinde frutos un tercio de siglo después. Más allá de condenas aisladas como las de los generales Riveros, Verplaetsen & Cía. por el asesinato de Floreal Avellaneda, cuyo cadáver apareció en la costa uruguaya, siguen impunes centenares de militares, prefectos, policías e “invitados especiales” que según Scilingo también participaban en los vuelos. El único procesado por ese delito es el capitán retirado Emir Sisul Hess, quien contó en privado que los enemigos “caían como hormiguitas”, y está en veremos la situación del teniente de fragata extraditado Julio Alberto Poch, quien la semana pasada declaró durante horas ante el juez federal Sergio Torres para convencerlo de que fue malinterpretado por sus colegas holandeses.
Los relatos que reactualizan el tema tienen un doble valor adicional: pertenecen a ex conscriptos, testigos centrales del terrorismo de Estado que recién ahora sienten que cuentan con las garantías necesarias para hablar, y tuvieron lugar durante un juicio oral y público, ante un tribunal de la Nación y mirando a los ojos al imputado, un torturador y violador de mujeres secuestradas que perteneció a la Fuerza Aérea Argentina.
Línea directa con Hooft
“En la base aérea había doscientas personas, incluidos ciento sesenta conscriptos, la mayoría del interior. En cinco meses nos conocíamos todos”, resume ante Página/12 en la sede del Programa Nacional de Protección de Testigos uno de los dos hombres que el viernes declararon durante horas y terminaron aplaudidos por sobrevivientes y familiares de desaparecidos. La condición para la entrevista es que se preserven identidades y rostros.
Uno padeció el servicio militar obligatorio en la oficina de comunicaciones de la base, destino que le permitió conocer a todos los interlocutores de los represores. “Tenía setenta internos. Después del golpe agregaron otro, creo que el 32, que comunicaba a quienes pedían por inteligencia. Empecé a escuchar y me di cuenta de que ahí abajo tenían a los detenidos”, recuerda.
“Había un tipo que jodía con los hábeas corpus, un tal Hooft”, declaró el viernes ante los jueces Juan Velázquez, Beatriz Torterola y Juan Carlos París. El nombre no sorprendió a los querellantes marplatenses: se refería el juez Pedro Federico Hooft, que continúa en funciones con varios pedidos de juicio político en el haber por su actuación durante la dictadura. “Hooft siempre pedía hablar con inteligencia. Cuando no atendían, el interno decía ‘va a ir el doctor Cincotta’”, agregó. Eduardo Cincotta era un militante de la Concentración Nacionalista Universitaria (CNU), organización que sembró de muertos Mar del Plata durante 1975. Después del golpe se integró a los grupos de tareas del GADA 601 y murió el año pasado, a poco de haber sido detenido y procesado.
A diferencia de los conscriptos marplatenses, a quienes los militares trataban de mantener al margen de la represión ilegal, los del interior debían participar de operativos en la ciudad y también cubrir guardias externas, que les permitían conocer los movimientos de la base, e internas, durante las cuales tenían breves contactos con los secuestrados. “Sólo había un mínimo diálogo cuando pedían ir al baño. Teníamos que darles una capucha y ponernos otra nosotros para no vernos las caras”, recuerda el hombre en referencia a las famosas medidas de contrainteligencia por cuyo relajamiento en la ESMA reniegan Pernías, Rolón & Cía. “Teníamos prohibido hablar”, agrega y se enorgullece de haber burlado la orden: le informó a un abogado marplatense dónde estaba secuestrado, le dio una birome para que escribiera una carta y se la hizo llegar a su familia. “No me animé a tocar timbre, la dejé en la puerta”, agrega.
Si bien la base era de la Fuerza Aérea, los interrogadores, que llegaban al atardecer y hacían su trabajo sucio durante la madrugada, pertenecían a inteligencia del Ejército, responsable primario de la represión ilegal. Los colimbas los llamaban “los verdugos”. Una tarde de lluvia camino a La Cueva los dos hombres hicieron escala en la oficina de comunicaciones y entre mate y mate mostraron la picana eléctrica, que llevaban en un estuche. “No dijeron nada sobre su uso y no me animé a preguntar.”
Los dos ex conscriptos, que entonces tenían veinte años, recuerdan a Molina como un personaje excéntrico. “Andaba lleno de granadas, cuchillos, cargadores, tipo Rambo, le faltaba un paracaídas, era fantástico.” La otra característica, que los sobrevivientes también recuerdan, era el olor al perfume. “Era un tipo pulcro, siempre bien arreglado y perfumado”, contaron ante el tribunal.
–¿Recuerda qué perfume usaba? –quiso saber un juez.
–No lo sé, doctor, pero en un cuartel un buen jabón de tocador ya es perfume –respondió y generó sonrisas en medio de tanta tragedia.
Bolsas desde La Cueva
“En la base había un solo avión, chiquito, que piloteaba (Gonzalo) Gómez Centurión. Después trajeron el Albatros de la Marina. Entonces empezaron los vuelos a la noche. Salía el avioncito, pasaban veinte, treinta minutos, y volvía. Decían que a la gente la llevaban semidormida y la tiraban al mar”, declaró ante el tribunal el ex colimba de comunicaciones, en base a relatos de compañeros.
Testigos directos a pesar de los reflectores eran los soldados que cubrían los doce puestos de guardia externa, desde donde no sólo veían entrar a los secuestrados encapuchados en los autos de civil de los grupos de tareas. “Una noche vi cargar cinco o seis bolsas al avión. Las subían entre dos, se conoce que eran pesadas. Otras veces las arrastraban desde una punta. Esas bolsas salían desde La Cueva”, explica a Página/12 el hombre de rostro curtido y mirada serena.
“Una vez vi salir gente del radar hacia los aviones. Los llevaban atados de los pies, seis o siete personas. Iban a los saltitos, subían como podían”, contó el día anterior, y agregó: “El avión tenía la insignia de la Armada”, dato curioso por tratarse de una base de la Fuerza Aérea y un centro clandestino del Ejército, que acondicionó el viejo radar abandonado para achicar distancias con Mar del Plata y así poder arrancar información rápido para retomar la cacería.
–¿Qué se siente después de declarar? –pregunta el cronista.
–Alivio. Es imposible vivir toda la vida con esa cruz. Fueron muchos años sin hablar, con trastornos psicológicos. Nadie se ocupó de nosotros. Hasta hoy nuestras familias no creen lo que vivimos, piensan que estábamos locos, dicen “¿cómo van a tirar gente al mar?”. Les vamos a llevar el diario para que lo crean. Uno siempre estuvo dispuesto a poner un granito de arena, pasa que el temor siempre existió.
–¿Por qué ahora sí?
–Vemos que la situación está cambiando, que hay garantías, que se puede tener más confianza en la Justicia. Todavía hay miedo pero de a poquito se va a ir perdiendo. Cuando otros colimbas se den cuenta de que acá no hay ningún lucro, que no es una pavada para sacar una nota, que es para esclarecer la verdad y que esta vez vamos en serio, van a empezar a hablar, todos van a hablar.
(Fuente: Página 12 – Diego Martínez)