Un hombre serio: tras ver este film en la gala de apertura uno puede plantearse seriamente si alguna vez los Coen podrán dejar de parecerse a los Coen. No a los talentosos directores y guionistas sino a los personajes, a las cáscaras. No necesariamente a los de Sin lugar para los débiles, sino a los de Quémese después de leerse. Sus películas son atravesadas por un cinismo dogmático, construido en base a una mecánica de guión prácticamente quirúrgica y esto resulta por lo general en detrimento de los personajes que son manipulados con puntos de giro insólitos a raíz de los caprichos de la trama. La cuestión en este caso está en la puesta en escena, colmada de simetrías geométricas que favorezcan la visión de mundo del personaje, con fórmulas, estantes y planos generales que exalten esta cuestión desde una fotografía difusa, saturada de color por momentos para generar extrañamiento. Nuestro protagonista se ve perjudicado por una serie de circunstancias que le hacen cuestionarse su trabajo por pertenecer a la comunidad, mientras sufre y es sometido a cuestiones que le hacen creer que esto tiene una correlación de carácter religioso. Y en esa tensión entre religión y mala suerte de carácter más mundano, entre la creencia y la no creencia (principalmente, interpelando al espectador) se debate este film que confía en algunos diálogos perfectamente pergeñados y que resultan cómicos pero con personajes que, esencialmente, son superficiales, sin un sustrato humano. Y, como toda película de los Coen, hay un diálogo entre escenas que termina redondeando las intenciones del film, el tópico latente en el montaje paralelo de la introducción y el que cierra la película, pero también es allí donde terminamos de develar lo artificioso de la trama: el film se puede sintetizar en esa serie de secuencias, sin los minutos entre una y la otra, sin la pretendida densidad (inexistente pero sostenida con buenas actuaciones a pesar de todo) que se cree que tiene. Por Cristian Ariel Mangini