Cartas al padre Jacob (Klaus Haro): drama que prácticamente transita todos los vicios del melodrama televisivo pero con un trabajo técnico y actoral que en su expresividad encuentra los medios para no ser del todo flojo. La historia es, en síntesis, la vida de un cura ciego en un entorno rural a quien le van llegando cartas de gente necesitada de consejo. Irrumpe en su vida una mujer que fue liberada de la cárcel a través de un indulto, en la que estaba con cadena perpetua por los cargos de homicidio, y será ella quien se encargará de asistir a Jacob en la lectura de las epístolas. La relación dejará entrever las amarguras de cada personaje mientras se van develando secretos que comprometen a las vidas de ambos en un previsible camino de piedad y redención con un final bastante insatisfactorio. Más allá de lo básico de la historia hay que admitir que hay un buen trabajo de fotografía y que la banda sonora es climática y acertada, además del prolijo (excesivamente prolijo y por momentos frío) trabajo de la puesta en escena de algunos encuadres. Pero la trama sobre explica con diálogos demasiado poco naturales y, sobre todo, aislados para dar mayor efectismo a los cabos que el guión pretende cerrar, además de que nuestros protagonistas son en la introducción una caricatura que el desarrollo no logra desdecir del todo. Austera y con pocos ideas, el film no logra molestar del todo gracias al estoico trabajo actoral. Por Cristian Ariel Mangini
Room and a half (Andrey Khrzhanovskiy): construido a partir de las memorias del escritor Joseph Brodsky durante su vida en San Petersburgo y su posterior exilio a EE.UU., su infancia en la Rusia de Stalin, su hogar y sus padres. El director se tomó siete años en terminar su obra, mechando documental con animaciones, siendo esto último lo más logrado del film. Si bien es estéticamente impecable, su metraje es excesivo (130 minutos), no hay poder de síntesis e incluso es reiterativo, estirando el final. Aborda los mismos temas que The time that remains, pero sin el vuelo narrativo y la puesta en escena que sí tenía el film de Suleiman. Por Matías Miranda
Dogtooth (Giorgos Lanthimos): sorprende que en su recorrido por los festivales (siendo los más notables los casos de Cannes y Sitges) de mejor nivel cinematográfico le haya ido tan bien a esta obra mediocre y carente de un desarrollo humano sobre los personajes. Es que estamos ante un film basado en una idea central tan focalizada y poco piadosa con las criaturas que pueblan su pantalla que uno se queda con la superficie y los numerosos “shock values” que el director dosifica en la trama con todo el efectismo posible en la puesta en escena. Lo que pretende ser entonces una crítica a la familia como normativa institucional termina siendo, debido sus innecesarios excesos de violencia y sexo, en una exploitation poco entretenida y pretenciosa. El elemento más perjudicial al guión es la distancia que se toma respecto de sus protagonistas: es imposible, bajo casi cualquier punto de vista sentir empatía por algún integrante de la familia ya que hay una construcción unidimensional sobre los mismos para, precisamente, darle mayor relieve a la idea. El único personaje que quizá nos interese es aquel que termina cuestionándose una salida, a partir de un elemento ‘invasivo’ a ese microclima de locura y decadencia por conservar la familia. Uno entiende y coincide al punto donde se dirige Lanthimos, pero también se agradecería un poco más de desarrollo, de humanidad, sobre todo teniendo en cuenta que en esta línea hay films como El castillo de la pureza de Ripstein o la mismísima Home, de Ursula Meier, que roza el tema en su obra con mayor sutileza y solidez que Lanthimos en cada uno de los más de 90 minutos. Por Cristian Ariel Mangini