Por Virginia Ceratto
En un intento de cifrar El vestidor (Ronald Harwood), dirigida por Pedro Benítez (ganadora de la mención especial del Vilches, sala El séptimo fuego), sólo puedo escribir: una puesta exquisita. Imperdible. Y para quienes recuerden la excelente versión cinematográfica de los ’80, esta revalorizará significativamente todo lo que se vio en la pantalla.
En el marco de la Segunda Guerra Mundial, contexto apto para sacar lo mejor y lo peor del ser humano si los hubo -como toda situación que nos enfrenta cotidianamente con la Muerte- se entreteje y borda la relación de un actor y cabeza de compañía de repertorio de Shakespeare con sus “laderos”: su mujer y partenaire, la asistente de producción y jefa de escenario y el vestidor: una trama en la que el pathos -en tanto lo que no se puede evitar, ¿el amor, el poder?- maneja los hilos que atan a los personajes.
En la puesta de Benítez, que definitivamente muestra aquí su madurez como director, Antonio Mónaco despliega su calidad actoral en ese protagonista déspota -de las obras, de la vida de su gente- que aún en plena crisis vampiriza a las criaturas que lo rodean y alimentan y que sólo puede estar atento a lo que precisa, convirtiendo al resto en satélites que lo llaman “Su excelencia”, sin que ostente ningún título nobiliario más que en su megalomanía. Mónaco campea entre la debilidad extrema del colapso y el supremo dominio con la naturalidad de un intérprete magistral.
Silvia de Urquía, la mujer y partenaire, que ha ligado el nombre de “Su Señoría”, no por respeto a ella sino a “su señor” -que la llama Gatita, no tanto como mote cariñoso sino como probable asignación de mascota- es, tal vez, la única que atisba el abismo que se avecina e intenta conatos de racionalidad. Sin estridencias, precisa. Exacta. Porque las grandes tragedias se pueden traducir con una mirada.
Gabriela Benedetti es Magda, la asistente y jefa de escenario, ha dado su juventud y seguramente relegado otra vida posible, aún cuando la esperanza de ser considerada haya quedado muy atrás en el tiempo. Impecable.
Y Lalo Alías, por detrás de la escena, como un tramoyista que hace que la magia sea: el vestidor. Y es preciso el punto y aparte. El vestidor. Un asistente que sostiene y fortalece al hombre que sirve y ama. Que conforme va cubriendo de trapos y de gloria a Su Excelencia, va desnudando su alma y develando la interioridad de todos los personajes. Alías logra con esta obra uno de los mejores papeles de su estrictamente reconocida carrera actoral.
Sigue en enero, sólo tres funciones. No pierdan esta ocasión de ganarle por nocaut a la mediocridad.
Así se hace teatro.