La primera pieza publicitaria de la campaña de Raúl Alfonsín sintetizó con precisión el contenido de una consigna que iba mucho más allá de la simple competencia por el voto popular: más que una salida electoral, una entrada a la vida. Esa frase ratificaba el concepto que el candidato repetía en cada discurso: los argentinos no podíamos actuar como si nada hubiese sucedido.
Tan solo garantizando la plena vigencia de los derechos humanos y sancionando sus violaciones, sería posible reconstruir la convivencia, consolidar la democracia, garantizar el derecho a vivir en libertad.
Por eso, el 30 de octubre de 1983 ocupa un espacio central en la memoria colectiva. Fue como recuperar el aliento para una sociedad ahogada por la tragedia. Esa noche todos festejamos, porque supimos que, a partir de la voluntad del hombre común, Argentina volvía a ser el espacio de nuestra unidad.
La segunda mitad de la década de los setenta fue el peligroso período durante el cual Alfonsín forjó su personalidad política. Los valores y las ideas fueron el sustrato de su acción pública y su impulso movilizador. La identificación con los derechos humanos, el coraje demostrado al copresidir la APDH y su esfuerzo por resaltar los contenidos sociales de la democracia, fortalecieron su imagen y su capacidad convocante. Transmitía convicción, transparencia y profundo sentido moral.
En poco tiempo, llegaron las medidas concretas. La nulidad de la ley de autoamnistía; la creación de la CONADEP; la reforma del Código de Justicia Militar que habilitó la intervención de la Justicia ordinaria; el Juicio a las Juntas, a Mario Firmenich y a José López Rega. Desde ese momento, encontramos el punto de convergencia que Julio César Strassera resumió en aquel “Nunca más” con el que culminó su alegato, frase simbólica que debemos preservar como expresión definitiva de convivencia en paz.
Para los jóvenes, la lucha contra la pobreza es la “principal deuda de la democracia”
Durante más de cincuenta años, el sistema institucional argentino estuvo sometido a la tutela militar. El Juicio a las Juntas terminó con esa patología deformante. En ese momento, la democracia alcanzó el nivel de legitimidad que le permitió como nunca antes soportar la presión convergente de los intentos golpistas –Semana Santa, Aldo Rico, Mohamed Alí Seineldin- los fracasos y las reiteradas crisis económicas, al tiempo que promovía transformaciones jurídicas de fondo como el divorcio vincular, la patria potestad compartida o la paridad de género en el sistema representativo.
Pero ahora, la realidad nos interpela. El enorme salto cualitativo derivado de la consolidación de la democracia representativa constituyó un paso imprescindible, pero insuficiente para devolverle a la Argentina la condición perdida de sociedad equilibrada, justa y socialmente integrada, porque hoy todos podemos votar, pero muchos son los que no comen, ni se curan ni se educan.
La dirigencia argentina, prisionera de sus históricas tendencias corporativas y de su incapacidad para pensar en términos de mediano-largo plazo, no logró diseñar ni consensuar un modelo de reforma y modernización del estado, crecimiento sustentable y distribución justa del ingreso.
Carlos Menem y su versión neoliberal del peronismo sostuvo su política de apertura indiscriminada, privatizaciones, desregulación e indultos, en la ficción de que un peso equivalía a un dólar. Con un sector público que seguía siendo deficitario, esa equivalencia sólo podía sostenerse en base al endeudamiento y estalló cuando se agotó ese recurso. A partir del Pacto de Olivos comenzó la declinación del bipartidismo, reemplazado por un sistema de coaliciones sin base ideológica o programática, fruto del puro oportunismo electoral.
El kirchnerismo intentó disimular, detrás de un relato de seudo izquierda, una economía desequilibrada e inflacionaria que dejó de crecer a partir del 2011 y la realidad de un peronismo que abandonó de hecho el concepto de justicia social hasta convertirse en populismo clientelar cuyo único objetivo real consiste en conservar el poder y asegurar la impunidad. El 43% de pobreza grafica más allá de toda discusión, las consecuencias sociales de ese cambio cultural.
Las PASO contribuyeron a debilitar a los partidos y borronear su identidad. Como dice Natalio Botana, derivamos de la democracia de partidos a la de candidatos. Perdió importancia el debate de ideas y la prioridad pasó por el acceso a los cargos y los negocios. Un sector numéricamente importante de la dirigencia política mostró signos de oligarquización y autorreferencialidad, perdiendo calidad y representatividad. El resultado es una sociedad empobrecida, desesperanzada y lógicamente resentida.
En 40 años de democracia, hay mucho por mejorar
Javier Milei es la consecuencia de ese proceso. Ni la notoria irracionalidad e ilegalidad de sus propuestas ni la vocación reaccionaria de una Vicepresidenta que pretende reivindicar el rol político de las Fuerzas Armadas e incurre en negacionismo, ni sus desequilibrios emocionales y sus groserías idiomáticas impidieron o limitaron su crecimiento electoral. Ante el nuevo ahogo ahora representado por la pobreza, la inflación y la inseguridad, la mayoría de los argentinos priorizó su necesidad de cambio aunque muchos lo hicieron sin medir el peligro de un salto al vacío, ya que el nivel de incertidumbre e imprevisibilidad es altísimo.
Pero aun ante esta realidad angustiante, más allá de esa difundida sensación de sufrir carencias básicas mientras ciertos dirigentes se enriquecieron a su costa, los argentinos creyeron en el voto y por esa vía legítima y pacífica, la mayoría que buscaba el cambio alcanzó su objetivo. El oficialismo perdió. El plan platita no funcionó. Tampoco el encierro de la grieta tan utilizada por Cristina Kirchner, ni la carísima campaña de sospechosa financiación. Quedó demostrado que en una democracia, el poder de la última palabra la tiene el votante. Si sabemos utilizarlo, los argentinos impulsaremos el objetivo de crecer y distribuir con justicia, garantizaremos la libertad y la paz y aseguraremos la reconstrucción de nuestro mundo moral.
(*) – Por Juan Manuel Casella. Ex secretario general del Comité Nacional de la Unión Cívica Radical, ex diputado nacional y ex ministro de Trabajo durante la presidencia de Raúl Alfonsín.