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Retiro: la incomodidad de viajar desde una terminal en estado de abandono

A la espera de una nueva licitación, la plataforma de ómnibus de larga distancia de la ciudad se convirtió en un lugar sucio e inseguro, donde no funcionan correctamente los baños ni los ascensores; se cobra hasta por cargar el celular; los pasajeros están cautivos del deterioro de años

Para llegar a la plataforma de colectivos de larga distancia de Retiro , Melina del Valle, de 49 años, vivió una odisea. “En la estación casi todo está roto, sucio, abandonado o no funciona. El olor a orina es terrible. Si tenés que tomar un ómnibus, no tenés otra opción”, se quejó. En pocos minutos, esperaba, llegaría su colectivo y en cinco horas estaría en Pinamar, con su hija Candela, de 9 años.

Vinieron desde Entre Ríos en avión. Un taxi las dejó por error en la estación de tren. Tuvieron que caminar una cuadra y media con la valija y los bolsos, y con la calle rota, las obras, los vendedores. Llegar a la estación no hizo las cosas más sencillas. ¿Qué encontró? Basura por todos lados, baños imposibles, gente durmiendo en los bancos de la estación. Y la novedad: para cargar el celular hay que pagar 30 pesos.

“Uno no se queja porque ya sabe que es así. Pero la verdad es que la estación está cada vez peor. Y hay que andar con todos los ojos, porque donde te ven distraído, te roban”, dijo Ramiro Blanco, mientras esperaba un ómnibus a San Bernardo.

El deterioro de Retiro se hizo más evidente desde la remodelación de su vecina: la estación de trenes del ferrocarril Mitre, que parece una terminal europea. Y la inseguridad va de la mano, tal como lo denunció el actor Juan Gil Navarro en Twitter: cuando su sobrina llegaba a Retiro, el colectivo fue atacado por tres hombres que lo sacudieron hasta abrir la bodega para robar el equipaje (ver aparte).

Por la terminal de Retiro circulan unas 50.000 personas por día. Se inauguró en 1983 y es la principal terminal de ómnibus de la ciudad y la más grande de la Argentina. Hasta la estación llegan y salen unos 30.000 ómnibus por mes.

El libro de quejas se guarda en una oficina a metros de la rampa de ingreso. Tiene apenas 20 reclamos en el año, dato que habla más de lo acostumbrados que están los usuarios, que del estado real de la terminal.

Entrar a la estación por el puente 2 significa quedar envuelto en una nube de olor a orina. Poco después, se comprenderá por qué. Más de la mitad de los baños están cerrados con un palo de escoba o una faja. En muchos, el agua corre infinitamente, sin lograr un arrastre. No hay papel ni toallas ni jabón. Muchos de los lavatorios directamente faltan. Y hasta el banco de la señora que hace la limpieza está atado con una cinta de clausura. Si no queda otra más que entrar a esos baños, habrá que evitar que tres o cuatro cucarachas se le suban al usuario a los pies mientras hace lo suyo.

Pagar para cargar

Orlando Delía tiene 43 años y recorría la estación, celular en mano. Si hubiera querido cargar su teléfono, tendría que haber pagado. Son 30 pesos si se usa una de las cajas rojas que asoman en las paredes. Y unos 40 pesos si se quiere ver 40 minutos de televisión en una de las pequeñas pantallas atadas con candado en el hall de la estación, y donde en cada una se aclara que la máquina admite, entre otros, billetes de 50 y de 100, y que no da cambio.

Son pocos los que deciden pagar ese servicio. Y los que ponen los billetes quedan rodeados por otros pasajeros que miran esa misma pantalla. Y también pasa que, después de haber tragado los billetes, la máquina no ofrece ningún servicio, como se lee en el libro de quejas.

Los bares de la estación, con poca clientela, subsisten como pueden. Sin baños propios ni enchufes para cargar el celular, pierden dos de las razones por las que la gente decide entrar a tomar un café.

La mitad de las escaleras mecánicas no funcionan. Al final de la terminal, a la altura del puente 4, hay una escalera sin escalones. En cambio, una misteriosa lluvia de billetes rotos, de 5 y de 10 pesos, cubre el mamotreto por el que no se sube ni se baja. Como si alguien hubiera soltado billetes a la marchanta, y hubieran quedado los despojos de una batalla campal por el dinero.

“Bien argentino”, es el cartel que se lee cada 20 metros a lo largo de la plataforma. Es un musical que se presenta en el Teatro Apolo, aunque podría ser un buen resumen del estado de abandono en el que queda una estación de larga distancia entre una licitación y otra (ver aparte).

En el primer piso las cosas no mejoran. Aunque el plano indica que allí hay baños, en casi todas las puertas, los responsables de las boleterías pegaron carteles que indican, a veces con faltas de ortografía, que esos son solo para ellos. “El baño permanecerá cerrado de 12 a 13 para su limpieza, por favor no molestar golpeando para que se le habra (sic)”, se lee. Firma: Débora de Sierras Cordobesas.

Pero hay un rincón que no se parece en nada al resto de la terminal: hay asientos cómodos, pantallas y ventanillas modernas. Es la oficina de la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT). Hay poca gente, la atención parece ágil. Salvo por un detalle: allí es donde se otorgan los pasajes gratuitos a los que por ley acceden las personas con discapacidad. La oficina está en la planta alta, a 150 metros del ascensor más cercano. Un periplo para personas con movilidad reducida. Ese ascensor, además, suele no funcionar, tal como denunció un pasajero en el libro de quejas.

Los ascensores son un capítulo aparte en una estación donde todo conspira contra el usuario. Llevan una leyenda que advierte que durante la noche permanecerán cerrados. Además, un buzón con una ranura parece indicar que hay que poner un cospel. “No entiendo. ¿Hay que pagar?”, preguntaba Romina Lagos, que es de Corrientes y quería sacar pasajes para Mar del Plata para ella y su familia.

Al final, como el ascensor no venía, decidieron subir por las escaleras con el cochecito del bebé y los bolsos. Dos minutos después, el ascensor, que estaba apenas a un piso de distancia, llegó. Un tributo al despropósito.

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