Penúltimo acto y cadena nacional de la semana: Presidenta, viuda, pato rengo, tanto en lo político como por su tobillo con fractura bimaleolar, en silla de ruedas para que no queden dudas, y con el retrato de Néstor Kirchner abrazándola para que tampoco nadie olvide su viudez, vestida toda de blanco papal (estética sólo traicionada por uñas y pelo excesivos), para decir “yo soy también víctima”, y predisponer emocionalmente ya que desde las pruebas con las que hasta ahora se cuenta es tan posible el asesinato como el suicidio.
Pero no es ella la única que actúa así, porque para muchos, más que la verdad de lo que pasó, sólo importa, de lo que pasó, aquello que sirva para reforzar las creencias sobre quiénes son los buenos y quiénes, los malos. Cuando en los primeros días se sostuvo la tesis del suicidio de Nisman, casi nadie la creía (según algunas encuestas: 80% pensaba que no podía ser un suicidio), en parte también porque desde el desacreditado gobierno se salía a validar esa hipótesis. Quizás ahora, al sumarse Cristina a la creencia del asesinato, parte del 70% que rechaza al kirchnerismo podría hasta comenzar a pensar que no es del todo inverosímil la idea del suicidio.
Si los legisladores y no pocos comunicadores descubrieron que un sector significativo de la sociedad los aplaude al oponerse a todo lo que venga del Gobierno, sin preguntarse si es bueno o malo, suponiéndolo malo por el solo hecho de provenir del Gobierno, podríamos llegar al sinsentido de que si el oficialismo quisiera lograr A, podría convenirle decir –A para que entonces sea verosímil A.
También, como si fuera un reality de Gran Hermano o los programas de Tinelli –donde la interacción con el público dirige la evolución de los acontecimientos–, si la audiencia quiere creer que fue un asesinato, acompañar ese clamor será lo que corresponde a un gobierno “nacional y popular” sin importar que eso lo reduzca al papel de un trendsetter que retroalimenta la moda siguiendo sus tendencias. Aunque las pruebas no descarten totalmente la posibilidad de suicidio, políticamente se considerará imposible esa hipótesis.
Pero no sólo la Presidenta y sus colaboradores parecen desquiciados, parte de la sociedad está a la altura de los gobernantes que la representan más allá de que no quiera mirarse en el espejo de esa dirigencia, que en su locura no hace más que devolver la imagen de desvarío social que tan bien interpretó durante años y por eso fue electa y reelecta, aunque tras 12 años ahora ya aburra.
Para los transgresores en todos los campos, “si la realidad no se ajusta a la teoría, problema de la realidad”. Aunque lo más creíble sea que fue un asesinato, la casi inexistencia de la hipótesis del suicidio, cuando algunas pruebas podrían también conducir en esa dirección, es un síntoma social en sí mismo. Incrédulos de todo aquello con lo que se discrepa: hoy, que EI es un armado hollywoodense o en los 70, que los norteamericanos no habían llegado a la Luna, sino que habían fabricado un video para hacérselo creer a todo el mundo. No pocos anti K tienen en Cristina Kirchner la presidenta que mejor los representa, aunque se crean mejores.
Y las redes sociales contribuyeron a profundizar ese rasgo pasional porque comentar las noticias por Twitter, u otros medios, produce un grado de afección más agudo con la política. Porque la inmersión en la actualidad incrementa la sensación de experiencia personal haciendo casi visceral su percepción. Los comentarios en las redes sociales tienen muy poco de reflexión y mucho de pasión. Si hasta la jueza que interviene en la causa de la muerte de Nisman escribió comentarios sobre la Presidenta que no guardan relación con la compostura esperable para un juez (en la época del Imperio Romano se decía que el pretor debía tener sólo sesenta pulsaciones por minuto, en señal de calma y mesura).
Es que, al diluirse la distinción entre autor y espectador, todos son actores de la actualidad. En la era donde estar informado es estar conectado, al dinamitar el concepto de periodicidad –todo es todo el tiempo–, no sólo los políticos no precisan la intermediación de los periodistas para comunicarse con la sociedad, tampoco los ciudadanos precisan la intermediación de nadie para expresarles a los políticos su parecer sin filtro. No hay objetividad, sólo suma de subjetividades que construyen “una” verdad. Las redes sociales, que prometían hacer surgir al ciudadano que todos tenemos dentro, no pocas veces hacen emerger al hincha fanático que habita las entrañas.
La penúltima cadena nacional de Cristina y las dos cartas previas en Facebook sobre el caso Nisman, aunque extensas, están embebidas de ese espíritu tuitero de época, donde la rapidez promueve la superficialidad de lo no chequeado. Errores como que Nisman volvió de apuro desde España (aunque sea cierto que anticipó su viaje, había determinado la fecha del regreso antes de partir), o que Lagomarsino pidió pasaporte el día de la denuncia de Nisman a causa de ella, no cambian la esencia de su teoría, pero dejan en evidencia la paranoia de la Presidenta al mostrar que carga de sentido en su contra cualquier indicio, aun los que luego son falsos.
Y en esa ansiedad abortiva, el kirchnerismo se autoinflige capitis diminutio de su autoridad. Que la critiquen por déspota pero le teman la daña frente a la historia, pero no mina su capacidad de gobernar. Cuando la imagen es confirmatoria de locura, se coloca a un paso del desgobierno.
La salva el síndrome postraumático De la Rúa, de una sociedad que se siente culpable con la ida anticipada de sus presidentes (la parte más sana de nuestro inconsciente colectivo), que produce efecto de homeostasis e impide o desalienta cualquier intento desestabilizador.
Jorge Fontevecchia